Hay mucha gente a la que le gusta viajar. Visitamos los monumentos más conocidos, entramos a su(s) iglesia(s), catedral(es) o mezquita(s), leemos atentamente algunos paneles informativos que nos cuentan su historia y compramos en las tiendas de recuerdos. Pero siempre se nos olvida algo. Bueno, más bien alguien: la gente del lugar, los habitantes. Ellos, al igual que nosotros, tiene su historia. Quizás sea más larga o sea más corta, pero no deja de ser apasionante: un niño que vuelve de la escuela y que habrá discutido porque su compañera quería utilizar el mismo color que él; una chica que va escuchando música por la calle y que probablemente vuelva de la universidad; un hombre que seguramente tenga hijos y por ellos abre su cafetería, para poder darles lo mejor; una señora que va paseando a su perro mientras piensa en todo lo que ha sufrido en su vida y lo tranquila que está ahora. Etcétera. Nuestra vida la consideramos normal. Tenemos unas rutinas que cumplimos casi a diario y no nos damos cuenta de que en otras partes del mundo hay gente que hace lo mismo que nosotros.
Por eso, cuando visito un nuevo lugar, aunque no me haya gustado, pienso en toda esa gente e imagino sus vidas. Esa gente desconocida. La otra gente.